PESADILLLAS
Sentía el fuego bajo sus pies, el calor rodeándola, arrebatándole el oxígeno. Daba un paso y sus pies se hundían en las cenizas. El brillo de la espada que sostenía entre las manos refulgía como si el acero deseara danzar y entrelazarse con las llamas. El demonio Oni que había frente a ella era enorme, de unos cuatro metros de altura, con su piel roja, una melena salvaje oscura que cubría sus hombros y los colmillos, aterradores, eran amarillos y afilados y de ellos chorreaba baba y sangre.
En ese momento, justo en ese momento, siempre despertaba, cubierta por una fría capa de sudor y temblorosa. Miraba a su alrededor para recordarse que estaba en su habitación del hotel en las Highlands, donde habían construido un refugio en el que se sentían a salvo.
Aun y con todo, las pesadillas siempre la alcanzaban. Llevaba seis meses así, despertándose a la misma hora, a las 2:30 de la madrugada, en plena Ushi no koku, la hora en la que los espíritus malignos estaban en su apogeo, con la sensación de que iba a arder, de que un fuego imparable la consumiría y de que el demonio Oni había matado a sus seres queridos, empezando por él.
Desplazó la mirada hacia Dally, que dormía plácidamente ocupando más de media cama, con el pelo dorado, ahora tan largo que le cubría gran parte de la frente y el ojo derecho. Lena siempre hacía lo mismo. Apartaba los mechones con cuidado y, durante unos instantes, contemplaba su rostro, con la barba espesa que se había dejado crecer y que rodeaba esos labios que ella tanto adoraba.
Se levantó sin hacer ruido, se colocó la bata y bajó a la cocina. Tras prepararse un chocolate caliente con pimienta siguiendo la receta que recordaba de la señora Lin, volvió a subir a la buhardilla, donde ella y Dally tenían su dormitorio prácticamente desde el momento en que él los encontró.
Se sentó en el alféizar de la ventana, con el chocolate caliente entre las manos, y miró al exterior. Aún faltaba un buen rato para amanecer. Sabía de memoria lo que había al otro lado del cristal. El verano había hecho del paisaje escocés una maravilla que consistía en una extensión verde y brillante sobre la que pastaban las vacas peludas tan típicas de aquel lugar.
No era una zona accesible, ya que el camino hasta allí era empedrado y descuidado a simple vista, por lo que pasaban meses sin huéspedes. Sobre todo, en invierno. El verano les había traído semanas enteras de trabajo, alternadas con días en los que en aquel hotel solo permanecían Killian, su hijo Jean, Hiroshi, Dally y ella.
Las personas que consideraba más importantes, las únicas en las que confiaba y por las que daría su vida.
Tal vez las pesadillas que la visitaban cada noche eran un recordatorio de que el amor que sentía, en todas sus variantes, la volvía débil.
Como su padre decía.
Volvió a mirar hacia Dally. Lo suyo no había sido fácil. Venían de mundos distintos. Ella tenía las manos manchadas de sangre, mientras que él era honrado hasta la médula y tenía un gran sentido del deber y de la justicia.
Lena había huido, había matado y durante los años que sirvió al propósito de su padre, la lista de barbaridades que su clan había cometido para afianzar su poder era imperdonable.
Aunque a pesar de todo eso, de los secretos y de las traiciones, él había ido a buscarla.
Y le había llevado el colgante de su tatarabuela, que silenciaba el don. Esa pieza de joyería había hecho que Lena se sintiera una persona normal y corriente a lo largo de aquellos meses. Ya no había secretos robados, ni dioses de la muerte, ni quimeras, ni emociones ajenas apoderándose de ella. Solo su cuerpo: suyo y de nadie más. Sus manos ya no hurgaban en el interior del alma de las personas y podían acariciar a Dally sin sentir que se estaba apropiando de cosas que no le pertenecían.
Él se removió en el lecho y volvió a contemplarle. Recordó los días siguientes a su llegada, cuando habían compartido besos, alguna caricia y muchos roces, pero aún no habían hecho el amor. Sucedió cuando Killian se llevó a los chicos a una feria en Inverness. El hotel se quedó sin huéspedes y, de repente, se encontraron a solas. Hablaron, cenaron, se rieron. Y luego subieron a la buhardilla, que era la habitación de Lena. Estaban nerviosos. Había pasado mucho tiempo desde aquella única vez en Londres, en el piso del policía inglés, cuando no se conocían, cuando él no sabía quién era ella y aún podía permitirse el sueño de ser otra persona.
Ahora se conocían sin máscaras. Con los demonios interiores al descubierto.
Dally sabía incluso su verdadero nombre, pero no le llamaba por él. Hikari Tanaka no existía. Lena prefería que eso fuera así, como si de ese modo, pudiera olvidar lo que había hecho, los ríos de sangre derramada.
Aquella noche, los besos fueron lentos, las caricias, intensas. No dejaron centímetro de la piel sin recorrer ni besar. Se adoraron, se veneraron.
Y así había sucedido cada vez que habían hecho el amor. Como si, en el fondo, supieran que estaban destinados a volver a separarse.
Tal vez aquellas terribles pesadillas que la azotaban no fueran más que el presagio de lo que iba a suceder.
—Ya estás despierta, ¿eh? —La voz de Dally era una caricia somnolienta.
—¿He hecho mucho ruido?
—No, pero he notado el frío en tu lado. Ven aquí —dijo él haciéndole un gesto con la mano para que se acercara.
Dejó el chocolate sobre el escritorio y caminó hacia la cama. Dally la abrazó y la atrajo hacia su cuerpo, que estaba caliente y olía demasiado bien.
—Siempre te despiertas a la misma hora —susurró él en su oído—. ¿Por qué?
Lena se tensó. ¿Era posible que él hubiera descubierto que ella tenía pesadillas todas las noches? Quería explicárselo, pero tuvo miedo. Solo quería ser una chica normal y corriente. O al menos, fingirlo.
Estaba cansada de lo que había sido. Por eso no se quitaba el colgante de su tatarabuela ni siquiera para dormir.
—Lena… No me has respondido.
Ella se dio la vuelta y se colocó frente a él. Le retiró el pelo dorado de la cara, esos mechones rebeldes que siempre volvían al mismo lugar, y el inglés abrió los ojos. Nunca se cansaba de perderse en aquel iris verde, salpicado de motas doradas.
Una vez habían sido los ojos de un adicto, pero ya no lo eran. Nunca más.
—Es que ocupas toda la cama y me acabo despertando —mintió ella, sorprendida por el hecho de que no estuviera confesándole la verdad.
Dallas alzó una ceja, como si ella pudiera engañarle. Aun así, decidió no insistir.
—Entonces… ¿Quieres que me vaya a dormir a otro sitio?
La joven adoptó la pose del pensador y él se echó a reír. Luego la besó. Fue al principio algo dulce, pero Lena lo convirtió en otra cosa. Deseaba ahogarse en Dally, olvidar el fuego y el demonio que amenazaba sus sueños.
Le amaba, a pesar de sí misma. A pesar de saber que amar tanto te volvía vulnerable y te exponía.
Se colocó a horcajadas sobre él y le quitó el pijama. Sus manos acariciaban su piel sin oír secretos, solo sintiendo la textura, las cicatrices, el vello erizándose, la excitación cobrando vida.
Él también la desnudó. Adoraba su cuerpo, su piel blanca y pecosa y la forma de entregarse.
Como si el mañana no existiera. Como si fuera la primera vez y la última.
Y tal vez lo fuera.
—Te quiero, Dally.
—Te quiero… Lena.
Reseñas
No hay reseñas aún.